Lee Israel (Melissa McCarthy) es una escritora al borde del abismo. No tiene dinero para el alquiler, ni siquiera para el veterinario de su gata, sin que su editora (Jane Curtin!), le quiera adelantar algo sobre su próxima novela (la biografía de una cabaretera) cuyo folio en blanco está perpetuo en su máquina de escribir, y se gasta lo poco que tiene bebiendo sola en un bar. Es ahí donde conocerá a otro perdedor, Hock (Richard E.Grant) con quien conectar en su soledad y en sus ganas de devolver al orden establecido las patadas que les han dado en la vida, justo a tiempo para tener a alguien a quien confesarle que ha encontrado la manera de salir adelante.
Vendiendo cosas que encuentra por su casa, se tiene que acabar deshaciendo de una carta de la mismísima Katharine Hepburn, por la cual le dan un dinero que le permite respirar un poco. Lo hace con tanta facilidad que cuando encuentra una carta real de la cabaretera sobre la que investiga, decide también venderla y encuentra el filón, ayudada por su talento como escritora y animada por su nuevo Sancho Panza particular, a inventarse cartas de famosos como Noël Coward o Dorothy Parker y hacerlas pasar por reales.
Tanto el guión de Nicole Holofcener (especialista en humanizar a personajes aborrecibles sobre el papel) y Jeff Whitty, como la directora Marielle Heller comprenden que a un personaje tan insobornable como el de Israel se tiene que estar a las duras y las maduras y por tanto, no se esfuerzan ni en que agrade, ni en redimirla. Esto, unido a los sutiles matices que le proporciona la contenida interpretación de Melissa McCarthy (no hay más que ver la escena en que Lee se deja llevar por una canción en un antro al que Hock la lleva), proporcionan el carisma y la complejidad suficiente para que Lee Israel no se quede en un simple retrato de una “loca de los gatos”.
Con el mentiroso compulsivo y vital inglés (magnífico contrapunto el de Richard E.Grant) de Hock entabla una emotiva relación donde se reconocen el uno en el otro y donde dos seres solitarios quieren, aunque sea por un momento, dejar de serlo. El retrato profundo y sutil de la que se vanagloria de no gustarle la gente, mientras sus gestos en primer plano delatan la contradicción, en esa melancolía al mirar a través de los escaparates de las librerías, en bares y diners recorridos en compañía de su cómplice (por cierto, y qué bien retratados estos espacios de este Nueva York). El estilo y tono que le proporciona Heller recuerdan una manera de explicar historias ya perdida, a una como la que recordaba en su día Spotlight a Todos los hombres del presidente, austera y elegante, sin subrayados innecesarios, de dos seres a la que el mundo les ha dejado de lado partiendo el alma en dos, convirtiéndolos en huraños y solitarios, que se encuentran el uno al otro.