En su artículo sobre la segunda temporada de Stranger Things, Noel Ceballos menciona el artículo de Ben Ho “Como Hollywood te manipula usando tus recuerdos de infancia”, donde se habla de la nostalgia como fuerza económica, poniendo como antecedente a Star Wars de George Lucas y adjudicando el éxito de las franquicias actuales (Marvel, Jurassic Park) a la conjunción del poder adquisitivo de los que eran adolescentes en la época de mayor apogeo, y una nueva generación que nacieron después y ven las franquicias como algo nuevo.
Es curioso pero nunca nadie piensa en la incombustible Los Simpson (Matt Groening, 1989), a la que se le han dedicado no pocos vídeomontajes con las escenas homenajeadas, desde Ciudadano Kane a Spiderman, de La Gran Evasión a Thelma y Louise. Cuando se habla de nostalgia en los productos audiovisuales se tiende a pensar en primer lugar en Stranger Things (Duffer Brothers, 2016), aunque en realidad el éxito de la serie se trata de la constatación de que el producto nostálgico ha llegado para quedarse. Remakes han habido siempre (Hitchcock, de Mille, Mankiewicz, etc.) pero dudo que nadie se quejara por aquel entonces que “no hay nada nuevo”, de lo cual, como apunta el artículo antes mencionado, la culpa es únicamente nuestra.
Homenajes, remakes y secuelas
Super 8 (J.J.Abrams, 2001) es ese tipo de películas que algunos se apresuran en llamar prefabricadas, cosa que nunca dirán de los calculadísimos productos cara al Oscar, como por ejemplo El instante más oscuro (Joe Wright, 2017): solventes intérpretes, planos cenitales, tono patriótico y un vergonzoso invent (supongo que los perpetradores lo llamarán “licencia”), en un biopic al uso. Efectivamente, Super 8 es un ejercicio nostálgico que bebe directamente de E.T. (Steven Spielberg, productor de Super 8, 1982) y que pese a sus evidentes fuentes construye otro ejemplo del punto fuerte de J.J. Abrams en cuanto a narrativa visual. Esto ya lo demostró en otro de sus films acusados de “fotocopia” (El despertar de la fuerza, obviamente), olvidando la revalorización de un universo y la creación de unos nuevos personajes con entidad, alma mater de los productos destinados a perdurar en el imaginario colectivo.
Directamente en el apartado de remakes, entraría Cazafantasmas (Paul Feig, 2016), aunque bien merece una mención aparte. Si parte del talento de la película original era descendencia directa de algunas de las mentes del Saturday Night Live (Lorne Michaels, 1975), para el remake femenino consecuentemente se contó con los talentos de las últimas hornadas del programa. Adaptado a los nuevos tiempos y desprovista de los tropos de los 80 que estamos empeñados en olvidar (como la recompensa de la damsel in distress), resultaba estar por desgracia enmarcado en las expectativas de un precedente demasiado mitificado. Hablando del Saturday Night Live, en Netflix está disponible la interesante Un gesto estúpido e inútil (David Wain, 2018) sobre Doug Kenney (Will Forte), el creador junto a Henry Beard (Domhnall Gleeson) de la escuela National Lampoon, cuyo éxito favorecería la llegada del longevo programa televisivo estadounidense, además de “robarle” algunos de sus talentos.
Tal y como después haría David Lynch en el apartado televisivo con su tercera temporada de Twin Peaks, George Miller vino a poner los puntos sobre las íes, y nos trajo Mad Max Fury Road (2015). En cuanto al cine de acción se refiere, demostró que, en vez de ser complacientes con el abuso, poner las cosas como son no está reñido con denunciarlas (como suele pasar en historias basadas en épocas medievales) en esta historia de violenta dominación patriarcal (“we are not things”). Se volvió a tener en cuenta la artesanía de los efectos especiales a la vez que se trabajó con el digital, todo al servicio de una imaginería visual y cuya acción a raudales, a diferencia de muchos productos hollywoodienses, era pura orfebrería.
Un caso interesante del momento nostálgico en el que vivimos se dio recientemente en la serie de animación Rick & Morty (Dan Harmon & Justin Roiland, 2013). Basada en unos trasuntos de Doc Brown y Marty McFly de Regreso al futuro, pero con el científico Rick siendo el abuelo del adolescente Morty, la serie es una blasfema aproximación a los viajes en el tiempo y universos alternativos con la máxima de “matar a los ídolos”. Su protagonista, desapegado de la nostalgia tanto como de su familia, se inventa como motivo de su manera de actuar una tópica tragedia, cuando en realidad su secreto para inventar los viajes en el tiempo fue una salsa que McDonalds sacó para la promoción de Mulan, la película de Disney. Es decir, el alegato contra la nostalgia de los creadores era mostrar como la motivación del científico a la hora de sembrar el caos en el universo y en su familia, fue … la comida rápida. El culto por la serie hizo que McDonalds quisiera apuntarse el tanto de sacar una promoción limitada de la salsa szechuan, pero lo que nadie pudo prever fue que los fans de la serie en realidad no acabaran de entenderla del todo, y arrasaran en los McDonalds al grito de “queremos salsa” llegando a provocar el caos.
Y finalmente, en el súmmum de la falta de imaginación como bien apuntaba su “honest trailer”, Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) se basa en un libro que está, a su vez, basado en previas películas, cómics y videojuegos, mayoritariamente de los 80. Si bien Spielberg demuestra de nuevo su buen hacer en secuencias como la de la carrera de coches, su terrible guión con planísimos personajes frikis repartecarnets con chica-recompensa, queda sepultado bajo una acumulación de referencias por segundo (vamos a llamar aquí referencias a mostrar muñequitos conocidos, cosa con la que no estaría muy de acuerdo) con la que distraer al personal. Quizá como única parte interesante sea que Spielberg, que en otro tiempo se habría identificado probablemente con Wade/Parzival (Tye Sheridan), se identifica con James Hallyday (Mark Rylance) como creador de esos mundos en los que a veces nos obsesionamos y de los que no quisiéramos salir… que al fin y al cabo es de lo que Hollywood se está aprovechando.