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La Verdad

Las habilidades narrativas de Kore-eda están fuera de cuestión, esa capacidad para escoger una premisa dramática más inusual de lo aparente, y contar una historia más compleja también de lo aparente. A veces parece que Kore-eda es “únicamente” un director de relaciones familiares gestadas con elevadas dosis de humanidad, un director que siempre hace la misma película, y eso puede hacer perder de vista lo elaboradas que pueden ser, en realidad, sus narrativas. En Shoplifters, por ejemplo, se destacó esa capacidad para trazar con gesto mínimo la esencia de la familia (la generosidad en contraposición al lazo sanguíneo), y se habló menos de la manera en que transformó la historia en un espejo terrible del funcionamiento de la sociedad, un cambio de tono a través de la dramaturgia y la estética con una cohesión apabullante para apuntalar de forma contundente la sustancia del relato. Shoplifters recuperaba el terror del abandono que ya había tratado de manera reveladora en Nadie Sabe, y que sigue abordando en films posteriores, siendo La Verdad una deriva también de ese mismo tema. 


En este sentido, Kore-eda recoge ese conflicto (una forma de abandono) y lo desplaza hacia un planteamiento más genérico en La Verdad: cuales son las diferentes caras que la conforman y la memoria como prisma que descompone reflejos para convertir la verdad en algo poliédrico. Sustrae del relato la gravedad que considera necesaria, y el resultado es una pequeña obra de cámara, amable (¿salió agotado de Shoplifters?) pero enérgica, profundamente atravesada por la actitud conciliadora -aunque nada ingenua- de su director.


Cuenta Kore-eda que La Verdad empezó hace años como obra de teatro y que fue a raíz del interés de Binoche de trabajar con él, que recuperó ese texto para convertirlo en guion. Esa proposición teatral, de apoyo en la palabra y la confrontación interpretativa, permanece en el film, y sirve para establecer un doble eje: el de madre/hija (Fabienne/Lumir) y el de actriz/actriz (Denueve/Binoche). La historia arranca cuando Lumir, guionista que vive en Hollywood, viaja a París con su familia para visitar a su madre, Fabienne, respetada actriz de cine que está a punto de publicar un libro de memorias. Lumir es el negativo de Fabienne, el narcisismo y talento de la madre son los detonantes de la generosidad y vulnerabilidad de la hija; su relación se erige entre la tensión y la ironía para afrontar un pasado doloroso en el que cada una tiene su propia versión de los hechos. Kore-eda las lanza al reencuentro emocional únicamente cuando ambas están en disposición de conectar a través de su arte (Lumir le escribe un “guion” a su madre para que ésta pueda pedirle perdón a su mayordomo agraviado). La interpretación de Fabienne surgirá de una emoción real, pero cabe darle también una apariencia real para que sea efectiva. Esta misma reflexión sobre el arte y su capacidad para materializar algo certero la traslada Kore-eda a las dos actrices, dejando en sus manos el destello de algo tan complejo como lo que el propio título demanda, lanzando así una pregunta que él mismo parece hacerse: ¿es el cine un acto de verdad? 


Pero no nos pongamos trascendentes. Durante los créditos finales, en un gesto juguetón, Kore-eda nos deja contemplar una larga toma de Denueve interpretando a Fabienne mientras pasea a su perro, y de la cual solo un pequeño momento finalmente se incluyó en el film. El cine es selección, al igual que la memoria. Quizá es que todo esto de dónde está la verdad está sobreestimado y que, tal vez, no siempre es tan importante. O, al menos, no en el cine. 

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