El año pasado irrumpió en carteleras una historia sobre la infancia y madurez de un chico afroamericano criado en uno de los barrios más violentos de las afueras de Miami. Moonlight (2016), que acabó alzándose con el óscar a la mejor película, venía envuelta por una estética apabullante para contar la historia de ese joven, con padre ausente y madre adicta, que tenía que encontrar su sitio en un entorno feroz. Aunque la cinta de Barry Jenkins competía con una vistosa película llamada La la land (2016), que abogaba por perseguir los sueños desde un lugar profundamente más confortable, los académicos de Hollywood acabaron fallando a favor de la historia de Jenkins, una travesía espinosa que alza la voz a los preceptos de la era Trump y la entelequia del sueño americano.
The Florida Project llega con unas intenciones similares, desmarcarse del punto de vista de la comunidad privilegiada para retratar la realidad más desgarradora de una parte de la sociedad norteamericana, la de los márgenes. Aunque esta vez, los premios parecen solo reservados a la interpretación de un William Dafoe que, siguiendo la estela de la película, nos turba ante la rotundidad de verdad que proyecta. Y es que The Florida Project, no es tan fácil de ver. Todo lo que tiene de rosa, lo tiene de negro.
La historia se centra en unos niños que viven en un sórdido complejo motelístico a las afueras de Disneylandia, es decir, una comunidad que vive en la pobreza en los límites de un universo que guía las fantasías de todos los niños del mundo. Una realidad que, al menos en el cine que nos llega, no parece muy transitada. El punto de vista en el que Sean Baker, el director, centra la mirada de este relato es la de los niños, sobre todo en la de Moonee, una niña de 6 años que vive con su madre, una joven desempleada a la que tampoco parece importarle en exceso no tener trabajo. Tanto Moonee (una espectacular Brooklyinn Prince) como sus dos amiguitos, Scootie y Jancey, viven en condiciones muy precarias, y se pasan el día correteando por los alrededores del motel.
La película arranca con un plano de los niños en un fondo lavanda, un color que tiñe toda la cinta, y que parece representar ese deseo de hogar que, por definición, les parece ser negado. Los niños son encantadores, divertidos y se lo están pasando bomba. El sol brilla con fuerza y la energía que se desprende de la pantalla es inmensa, es un maravilloso día de verano. Eso sí, en la primera andadura de estos chavales ya intuimos que algo de esa ingenuidad que habíamos presupuesto, puede que ya no exista en ellos. Y así, poco a poco, entre juegos y zascandileos, el director nos va quitando la sonrisa de la cara.
Baker no deja a sus personajes sin herramientas para enfrentarse a ese mundo que parece apartar la mirada de ellos, no son víctimas sin recursos, siempre hay momentos en los que sacan su furia (cada uno a su manera) para vivir según sus convicciones o, al menos, sus impulsos. Como muestra esa escena reveladora e inquietante en la que el personaje interpretado por William Dafoe, el encargado del motel, un hombre bonachón con paciencia infinita, acompaña amablemente a un señor de intenciones dudosas a comprarse una soda. A pesar de todo, y quizás ahí es donde reside uno de los mayores logros de la película, permanecen los destellos de inocencia y fragilidad en todos los personajes (niños y adultos), que luchan como pueden para permanecer apegados a su día a día, ese día de atardeceres luminosos y arco iris perfectamente definidos.
The Florida Project nos conduce por un territorio que podría ser una colección de postales turísticas de una geografía norteamericana más o menos reconocible, pero sólo por fuera. Su director nos permite correr la cortina, aunque sea sólo un poco, y asomarnos para ver lo que hay detrás de ese paisaje de puertas y pasillos simétricos, piscinas semi-desiertas, descampados y casas abandonadas a las orillas de la carretera, restaurantes y complejos turísticos sacados de un panfleto vacacional.
En definitiva, Baker eleva lo que ya demostró en Tangerine (2015), que la mirada cinematográfica trasciende a cualquier propuesta técnica (con o sin Iphone, rueda de manera impecable), y realiza de nuevo un retrato sórdido bajo la más dulce de las apariencias. El atuendo estético con el que envuelve la historia le sirve para forjar una metáfora (que no por evidente, menos lúcida) de todo aquello que brilla por fuera pero que está podrido por dentro. El ritmo durante gran parte de la película puede parecer lento, la sensación de un tiempo que se dilata (como se dilatan los veranos de nuestra infancia) llevando al espectador a una falsa ilusión de que en realidad nada está ocurriendo, para luego precipitarnos en una carrera hacia un final que encierra, una vez más, la paradoja en él: es igual de mágico que de desolador.
Baker declaraba recientemente en una entrevista publicada por Sofilm¹ “mi cine es claramente político, pero espero que no sea moralizante”. Desde luego, Baker no te dice qué camino debes tomar para ser persona de bien, pero sí te lanza una bomba de azúcar en los ojos para que, si algún día se te ocurre ir a Disneylandia de vacaciones, no se te olvide que fuera de sus muros, hay otra realidad.
¹Sofilm, febrero 2018 #48 (entrevista a Sean Baker, por David Alexander Cassan y Jean-Vic Chapus)