“Cada festival sueña el siguiente.” Anónimo sitgetano
Hay momentos que el cronista desfallece y no es por falta de oferta, es por hastío. Aburrimiento y esperanza, esa mezcla tan de cinéfilo imbécil sobrevuela cualquier nido festivalero. Luchando por seguir siendo humano (entendido como ser pensante) y no caer en la zombi/fiesta (entendida como exceso de maquillaje), el narrador tiende a repetirse, a escribir siempre las mismas ideas en diferentes críticas. Uno espera evolucionar o involucionar con las películas y si no se da el caso, el estatismo puede resultar motivo de suspensión de las hostilidades.
Sitges era una fiesta. Había suficientes motivos para escribir una crónica con líneas constantes, con apuntes para una esperanza. Construir un discurso que arrancando pautas en cada película estableciera un camino común. Pensando en la edición de este año cuesta encontrar afinidades puramente cinematográficas, la tendencia es una constatación de un nexo más social que del arte de la imagen/tiempo. Creamos conexiones narrativas, dramáticas, una manera de contar historias, deudora del instante: inicios de situación/localización, personajes estereotipados, guiones con un exceso de acontecimientos que perjudican el film, música remarcada para guiar al espectador, fotografía saturada… en resumidas cuentas, la representación de la realidad destroza la verdad. El cine refleja lo que está pasando y de una forma coherente y desesperante las películas están hechas según los cánones del ahora, para ser entendibles, hacerlas nuestras y vernos reflejados de un modo satisfactorio. Si el arte tiene que anticiparse, en estos momentos el cine va por detrás de la realidad.
Sitges es una fiesta. Desde la objetividad más falsa puedo establecer cierto deseo de que el festival siga siendo ese refugio encantador de amantes retorcidos del fantástico, terror u otros desmanes genéricos. Seguiré brindando por ello. Como esos refinales que pueblan casi todas las películas, esa vuelta de tuerca infinita que busca la sorpresa desesperadamente, saltándose toda coherencia en favor de un emoticono. El crítico desea ser sorprendido y es castigado por su propia vanidad de experto a deambular por las salas viendo una y otra vez lo mismo, renegará de su condición y contará su marginalidad postureo, protestará una edición mala y después de todo, al llegar a casa, deseará seguir viendo monstruos. En un refinal se le aparecerá la obligación de escribir la crónica deseosa de revelaciones pero, en el fondo, vacía de ellas.
Sitges será una fiesta. Si conseguimos asumir el primer párrafo e incluso contradecirnos una vez más, es decir, aceptar que a lo mejor lo retratado/plasmado tiene que ser esta suerte de despropósitos filmados, entonces a lo mejor avanzamos. Asumamos que lo que queremos ser sustituye a lo que somos, como en una especie de retrato cinematográfico en el que la forma en cómo plasmamos las imágenes es un reflejo de nuestras carencias como espectadores. Al comprender esta nefasta progresión podremos exigir cierta apuesta por la valentía que desterraría este engaño narrativo y nos invitaría a nuevas experiencias que acercaría al cine a lo que deseamos que sea. Exigir el desconcierto es lo más fantasioso que este cronista puede esperar de un festival fantástico, del que el segundo párrafo, de esta entrada en barrena, es el enésimo canto aborrecible de un anhelo romántico. En el fondo, no es más que volver a aterrorizarse con ese futuro de destellos terroríficamente hermosos y memorables.
Ahora tendría que comenzar a poner las películas vistas y reseñarlas, pero no lo haré. Y esto no es un refinal, simplemente es la constatación que los días de esplendor festivalero se acaban. Finalizan no tanto por la naturaleza de los festivales, sino más bien por la muerte del crítico cuya razón de ser es ser leído. Esta crónica es personal e intransferible igual que las hostilidades de uno son personales e intransferibles. No hay más, lo siguiente ya es reiteración y deseo.