Hemos vivido nuestra impresionante, fascinante, desbordante vida al lado de Clint Eastwood. Uno que más que viejo se siente viejo, se sonroja al ver la vitalidad (puede que rancia) de algunos creadores. En ese trayecto temporal uno ha disfrutado y ha renegado, la dualidad eternizada en una sala de cine. Resulta curioso que a algunos directores se les alabe la asimilación de la tradición y a otros se les acuse negativamente de lo mismo. Esa medida justa de las cosas sobre fondo de paisaje americano: elegías discretas, lecciones sutiles, protección de un reducto propio, proyección del alma, la revelación nace del viaje, el resurgir personal va unido al abandono de la vida y todo con pátina de réquiem. Esa medida justa, que en Mula hace que la cachimba te caiga al suelo de la congoja. Un sollozo honesto de banalidad disfrazada de autenticidad, y válgame de dudar de la entereza, es sólo que tanta sencillez argumental deteriora cualquier cerebro, ya de por sí, senil. Eastwood entona un mea culpa desde el egocentrismo más vergonzante: la plasmación lenguaje/acción, verbo incorrecto para salvación de lesbianas moteras y afroamericanos en apuros. Si fuéramos valientes, ante el enésimo duelo, sumaríamos un descontrol total de la responsabilidad del guión. Durante toda su carrera hemos sufrido cierta atmósfera moral flotando por cada uno de sus planos. Un discurso efectuado por personajes en principio unidireccionales que van mudando hacia lo correcto, a regañadientes, cómo un no hay más remedio, un tengo que volver a ser un héroe ahora que se me ha hecho tarde, una asimilación determinista que muestra las reglas del juego. Como la de esos guardianes de la patria de los que hay alejarse, ya que detrás de unas disculpas o de una protección lo que realmente importa es su redención.
Escribir que Mula nace vieja es fácil. Una frase digna para un colofón sencillo. Como ese disparo certero al final de un western. Como esa frase genial desaconsejada al final de una crítica (tachada como un exceso en aquel curso de crítica recordado) y, por lo tanto, siempre intentada. Como el enésimo epílogo de una obra que se resiste a no volver a gritar acción.