Portada, Retrospectiva
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El Hilo Invisible

A la manera de un Hitchcock usando de McGuffin el mundo de la moda, el director nos lleva a su terreno, las relaciones de poder, en una historia de amor envenenada (pun intended). La figura del mago del suspense se lleva buena parte de las referencias, como el nombre de la protagonista (Alma, tal que Alma Reville aka Lady Hitchcock), el apellido Woodcock o esa Cyril haciendo las veces de Mrs. Danvers de Rebecca. Obviamente, con Paul Thomas Anderson la película no se reduce a simples guiños cinéfilos, sino que establece diálogo y construye desde los referentes de los que bebe.

Ambientada como decía en el mundo de la moda, ésta le sirve a Paul Thomas Anderson como excusa para envolver de elegancia la narración, con un montaje suave, acentuado también con la elegante partitura de Jonny Greenwood que se aleja de los trabajos anteriores con el director y le permite a éste integrar piezas clásicas con total fluidez.

Con una meticulosidad por el detalle digna de Stanley Kubrick (desde los pasteles y el té del desayuno, hasta los delicados sonidos metálicos de los cierres rozando las telas), Anderson nos sumerge de lleno en las particularidades de una deidad de la alta costura. Se muestra como tal al presentar al ejército de costureras que sube las escaleras (escaleras que tienen un peso importante en cómo se muestran las relaciones de poder, y sus evoluciones) hacia la luminosidad del piso donde se fabricará la nueva Creación salida de la mente del genio de la Casa Woodcock. En los primeros minutos de la película, se nos muestra con tanto mimo el funcionamiento de la Casa, a los personajes y su idiosincrasia, que a los 15 minutos ya estamos preparados para avanzar a toda velocidad, hacia el encuentro del cambio que está por llegar. La disciplina que imparte su hermana Cyril en la Casa (excepto para los caprichos de su hermano, que consiente), hasta los edípicos matices que se le dan al personaje principal, alejándolo del cliché como la autoridad patriarcal que es, se confieren en un prólogo ejemplar.

También en el primer encuentro entre Alma y Reynolds, iniciada con un tropiezo, se establecerán ya las pautas de la particular relación que van a tener (“si quieres un concurso entre miradas fijas conmigo, perderás”), con ella replicando insolentemente. Y como si de una partida de póker se tratara, Alma va descubriendo los tics que le harán ganarse a Woodcock. Cuando se propone subvertir las convenciones aceptadas, tal que Anderson transgrediendo desde dentro el clasicismo, ésta reestructura el poder, y ese clasicismo se rompe transformándose en arrebatada modernidad. Curiosamente, esto pasa en un momento en el que, de películas como La forma del agua (Guillermo del Toro, 2017) se destaca como “avance” el hecho de que sea ella la que inicie el flirteo (me pregunto cuando llegará el decidido avance que supondría el que un hombre se enamore de una “monstrua”). De hecho, se podría hacer un profundo estudio en la comparación entre los sutiles matices con que se retrata la misoginia de Woodcock, con la brocha gorda con la que es pintada la misma en el personaje de Michael Shannon en la misma  La forma del agua.

Hay escenas clave en esta película, como el primer punto y seguido en el plano de la obra (el vestido de boda recién acabado), Alma y Reynolds en el sofá, los tres a la misma altura, cuando le propone matrimonio; la de fin de año (cuantas escenas de fin de año en películas románticas transgredidas aquí); y finalmente el canto del cisne de las escenas romántico-perversas en la preparación de la tortilla, después de un nuevo exabrupto déspota.

Siendo el trabajo de Daniel Day Lewis, a pesar de ser supuestamente el último, tan extraordinario como a lo que nos tiene acostumbrados, es la recién llegada Vicky Krieps para la que se me acaban los calificativos. Llega a recordarme en su descaro, confianza y talento las maneras de una joven Cate Blanchett en Oscar y Lucinda, enfrentada entonces a un distinguido Ralph Fiennes.

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